Ordenado sacerdote en enero de 1903, sirvió en varios ministerios pastorales de Los Altos de Jalisco y en otros lugares de aquel estado. Pudo visitar Tierra Santa poco antes de su martirio, antes de ser nombrado párroco de Unión de Tula en 1925.
Fue ahorcado en un árbol de mango de la plaza de Ejutla de Jalisco el 28 de octubre de 1927 a los 52 años de edad y 24 de sacerdote. Había dicho “los soldados nos podrán quitar la vida, pero la fe nunca”. Un sacerdote culto y buen escritor se había dedicado con toda su alma al ministerio sacerdotal por lo que optó también por permanecer junto a su gente.
Confiaba en la Virgen de Guadalupe, de la que era gran devoto: “Todo lo debo a la Santísima Virgen de Guadalupe, a quien en día feliz tuve la dicha de consagrarle mi sacerdocio. Bajo la luz de su mirada pasé mis estudios, mi clericado, mi cantamisa y fui a rendirle mi corazón al Tepeyac”.
El 27 de octubre de 1927, Ejutla, el pueblo donde moriría Mártir, fue invadido y saqueado por unos 600 soldados gubernamentales al mando del general Juan B. Izaguirre y del agrarista Donato Aréchiga, lo que provocó que la gente del pueblo huyera a las montañas. Funcionaba allí uno de los seminarios clandestinos, por lo que sacerdotes y seminaristas se vieron sorprendidos por los soldados. Los más jóvenes lograron escapar brincando por ventanas y saltando la tapia posterior de un viejo convento donde se encontraban. El P. Rodrigo Aguilar, a pesar de ser ayudado por el seminarista José Garibay, como estaba enfermo no podía correr y brincar: los soldados lo acorralaron en seguida y fue detenido junto con un seminarista que había optado por quedarse con él para darle la mano. El P. Aguilar declaró que era sacerdote, por lo que lo insultaron y se lo llevaron con el seminarista y con algunas religiosas. Encarcelado, pasó el día en oración. El general quiso dejarle libre, pero el miliciano Aréchiga intervino para que fuese "ajusticiado".
Los soldados lo llevaron a la plaza del pueblo para ahorcarlo de un enorme árbol de mango que la presidía. “El heroico sacerdote continuaba tranquilo y casi toda la tarde y las horas de la noche que habían transcurrido las había pasado en oración”. El sacerdote bendijo la cuerda, la besó, perdonó a todos y regaló un rosario a uno de los soldados ejecutores. “Uno de los soldados le dijo altaneramente: ¿Quién vive?” Y luego añadieron que si gritaba: “Viva el Supremo Gobierno”, no le ahorcaban. El P. Rodrigo contestó con fuerza: “¡Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!” Tiraron con fuerza de la soga y el sacerdote quedó colgando en el aire. Lo bajaron de nuevo y se repitió el mismo interrogatorio y el sacerdote repitió con toda la fuerza que le quedaba lo mismo: “¡Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!” Por tercera vez se repitió la escena y por tercera vez el sacerdote arrastrando la lengua y ya agonizante repitió con toda su alma: “¡Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!” Lo levantaron con rabia, y en ese momento expiró.
Era la una de la madrugada (del 28 de octubre de 1927), los testigos afirmaron que en ese momento vieron una claridad en el cielo, que en aquel momento el cielo brilló de luz. Lo dejaron colgado hasta el mediodía. La gente había huido del pueblo, que había quedado desierto como en un cuadro desolador. Los soldados saquearon el pueblo y quemaron cerca del cadáver todos los enseres religiosos de las iglesias del pueblo. Tres cristianos, Juan Ponce, Jesús y Silvano García, pidieron autorización y descolgaron el cuerpo; lo sepultaron como estaba, sin caja, en el cementerio, y sobre la tumba colocaron unas flores. Cinco años después fue exhumado y sepultado en su iglesia parroquial, como un Mártir.
El P. Rodrigo tenía alma de poeta. Había escrito varias poesías al Crucificado como éstas:
“Miradle allí: pendiente del madero
Sobre la cumbre del tremendo Gólgota;
Tinto en la roja sangre que destila
Todo su cuerpo por las venas rotas”.
“Tórtola solitaria que suspiras
Del Gólgota en la cumbre tenebrosa,
En medio del horror y del espanto,
Que la naturaleza tremebunda
Ofrece a tu mirada vigorosa;
Anegada en un mar de sinsabores
Y en un océano inmenso de tristeza”.
Extracto del libro “México, tierra de Mártires”, del P. Fidel González F. Fuente original.