SANGRE DE MÁRTIRES... SEMILLA DE CRISTIANOS


José García Farfán había nacido en Tlaxco, localidad del estado de Tlaxcala, en 1860, pero residía en Puebla de los Ángeles desde hacía muchos años. Casado felizmente y con su negocio allí instalado, él se sentía poblano de corazón. Era un hombre de recia contextura, fuerte y todavía muy trabajador, a sus sesenta años entrados, cuando ocurrieron los sucesos que marcaron su existencia para siempre. Don José era un católico sincero y cumplidor, estimado por la gente de su barrio, quien le conocía familiarmente como “Don Pepito, el de la miscelánea”.

Durante toda su vida, don José había tenido que luchar consigo mismo para dominar su carácter impetuoso y fácilmente irascible, que de pronto le jugaba algunos malos ratos de violencia e ira, de los que siempre se arrepentía, pidiendo después humildemente perdón al que hubiera ofendido con el desfogue de su fuerte vehemencia y carácter. Para corregirse, se confesaba con frecuencia, porque sabía bien, por experiencia propia, que sólo con la gracia de Dios le era posible salir adelante en la lucha que todo hombre debe entablar contra el pecado y contra sus pasiones para salir victorioso. Tenía muy bien aprendido que sin la ayuda de la gracia de Dios era imposible vencer el mal que anida en el propio corazón. Esta lucha personal y la nobleza de su corazón hacían más meritoria en él la conquista de la virtud.

Los vecinos de su barrio y los clientes que acudían a comprar en su miscelánea lo estimaban sinceramente, a pesar de los exabruptos de su carácter, pues conocían que don José era un hombre con un corazón de oro, bajo aquel exterior áspero, del que él mismo era el primero en dolerse y corregirse.

Era bien sabido que don José todas las mañanas pasaba un buen rato de oración; que incluso rezaba el santo rosario, allí en su misma tienda, cuando las actividades comerciales le dejaban algunos minutos libres, y que era su afán de propagar y defender la fe católica en esos tiempos de persecución que atravesaba México, lo que le había impulsado a convertirse en agente de publicaciones católicas, tales como “El Mensajero del Corazón de Jesús”, revista de la cual era director el benemérito P. Joaquín Cardoso, a quien trataba por correspondencia epistolar.

Con el ascenso de los generales al poder, y en especial bajo los mandatos de Álvaro Obregón (1920 – 1924) y de Plutarco Elías Calles (1924 – 1928), los tiempos se tornaron cada vez más difíciles para los católicos, quienes veían aparecer innumerables trabas para ejercer el sagrado derecho a la profesión pública de su fe. Con una actitud nada dialogante y en su deseo por aplicar a rajatabla todos los artículos antirreligiosos de la constitución de 1917, el presidente Plutarco Elías Calles hizo todo lo posible por atacar a la Iglesia católica, religión profesada por la inmensa mayoría del pueblo, y él fue el principal responsable de crear un clima de crispación social por no respetar los más elementales derechos civiles de los ciudadanos a la libre expresión de su fe.

La ley Calles

En el mes de junio de 1926 su gobierno estableció, bajo el pretexto de reformar el código penal, una legislación que igualaba las infracciones en materia de culto religioso con los delitos de derecho común: no se podía bautizar al niño, no se podía enseñar religión en las escuelas privadas; quedaban prohibidos los matrimonios en la Iglesia, a los sacerdotes les estaba prohibido vestirse con sotana, mientras que las monjas debían salir de sus claustros y vestirse de seglares. También se prohibía a los sacerdotes extranjeros ejercer el ministerio, además de ser expulsados.

Cualquier infracción mínima costaba la cárcel y una fuerte multa. Los religiosos extranjeros fueron expulsados del país sin más explicaciones. Los orfanatorios y asilos de ancianos quedaron privados de las monjitas que los atendían con toda caridad y delicadeza, pues nadie como ellas es capaz de entregarse a esta abnegada misión con tal determinación de espíritu.

Veamos a continuación cuáles eran algunos de los “delitos” que castigaba el código penal de la “Ley Calles”, en materia de religión:

1. Cualquiera que celebre actos de culto, es decir, administre los sacramentos o predique sermones doctrinales, podrá ser castigado con la pena quince días de cárcel y la multa de 500 pesos.

2. Ningún ministro de ningún culto puede abrir o dirigir ninguna escuela primaria ni enseñar en ella.

3. Pena de cinco años de prisión al ministro de un culto que critique cualquier artículo de la Constitución, sea en público o en privado.

4. Prohibición estricta a los ministros de ambos sexos del uso de algún vestido o hábito que los distinga. La multa es de 500 pesos o quince días de cárcel. Una reincidencia amerita más severo castigo.

5. Todos los templos son propiedad de la nación, y el poder federal decidirá cuáles podrán permanecer destinados al culto. Todas las residencias episcopales, las casas curales, los seminarios, los asilos y los colegios pertenecientes a asociaciones religiosas pasarán a la propiedad de la nación y el gobierno determinará a qué usos serán aplicados.

Con estos procedimientos inicuos, el gobierno de Plutarco E. Calles pretendía amordazar y sujetar completamente a la Iglesia

¡Un sacerdote por cada cien mil habitantes!

Aprovechando la mano dura del ejecutivo federal, los gobiernos de los diversos estados de la República comenzaron a limitar de un modo absurdo el número de sacerdotes que podían celebrar misas dentro de su jurisdicción, llegando al caso de señalar un sacerdote por cada cien mil habitantes, como en Veracruz bajo el gobierno de Adalberto Tejeda, o prácticamente ninguno, como en el caso más radical del estado de Tabasco, pésimamente gobernado bajo la tiranía de Tomás Garrido Canabal. Los sacerdotes que había en Tabasco tuvieron que esconderse o huir a los estados vecinos para salvar la vida.

Así estaban las cosas, cuando en junio de 1926, don José se dirigió a la capital del país para cumplir una promesa hecha a la Santísima Virgen de Guadalupe, de la que era fiel hijo devoto. En aquella ocasión también pasó a visitar al Padre Joaquín Cardoso, a quien le comentó que deseaba hacer una confesión general y recibir la comunión en la Basílica de Guadalupe, porque presentía que ya le quedaban pocos años de trabajos en este valle de lágrimas, y... había que dejar las cosas bien hechas. ¡Los caminos de la providencia!

El mismo Padre Cardoso cuenta algunos interesantes pormenores de la conversación que sostuvo con don José García Farfán:

“Después de su confesión, nos pusimos a charlar un poco acerca de lo que a todos nos preocupaba en aquellos días: la persecución religiosa, que ya se había iniciado con actos vandálicos en contra de la Iglesia y los católicos mexicanos, y que presagiaban un doloroso porvenir. Don José se mostraba preocupadísimo e irritado, como siempre, contra la injusticia y la impiedad.

"Si yo pudiera ser mártir de Cristo..."

—“¡Hay que hacer algo, Padre, hay que hacer algo! Yo estoy dispuesto a dar mi vida si es necesario, pero ¡hay que hacer algo para detener esta serie de tonterías en contra de nuestra religión! Se avecina una época de martirios, no lo dude Padre. ¡Oh, si yo pudiera ser mártir de Cristo..!, ¡si yo pudiera..!

“Traté de alentarle lo más que pude, recordándole que nada se hace aquí abajo sin la voluntad o permisión de Dios y por bien nuestro; y que puesto que iba a la Basílica le pidiera a nuestra Madre bendita, nos diera fuerzas, muchas fuerzas, para defender nuestra fe y soportar a los enemigos de Jesucristo Rey. Y nos despedimos afectuosamente, dándonos cita ¡para la eternidad!, porque algo nos decía que no habíamos de volver a vernos en la vida de aquí abajo.”

Todo parecía una preparación espiritual muy consciente para los acontecimientos que se desencadenarían a los pocos días después de su regreso a Puebla. Don José había llevado consigo varios letreros, de aquellos que había hecho imprimir la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa. Esos letreros decían: Viva Cristo Rey – Viva la Virgen de Guadalupe – Sólo Dios no muere. Apenas llegó a su tienda de abarrotes, los fijó en el aparador de las revistas para que ostensiblemente se manifestara el carácter católico de su establecimiento y el de su propietario.

Cuando se cerraron los cultos porque -como explicaba la Carta Pastoral de los obispos- “no era posible, dada la ley impía del 2 de julio, celebrar los actos del culto público conforme a los cánones de la Iglesia”, don José García Farfán estaba inconsolable. Su irritación característica se desbordaba como presa que había rebasado los topes... no podía permanecer quieto; materialmente no podía.

—“¿Qué más puedo hacer? ¿Cómo puedo ayudar más? –pensaba— Bueno, al menos voy a sacar más letreros de ¡Viva Cristo Rey! y tapizar completamente con ellos el aparador e interior de la tienda.”

El 28 de julio, dos días antes de la cesación de los cultos, se levantó con un presentimiento extraño. Según acostumbraba, fue a escuchar la santa Misa y comulgar en la iglesia de San Francisco, en su barrio, y pidió a su mujer que le acompañara. Algún presentimiento le decía por dentro que debía comulgar con mucho fervor... haciendo también el ofrecimiento de su vida toda a Cristo Rey. Más tarde, volvió a casa y se dirigió a atender su negocio.

A las once de la mañana, un automóvil se detuvo a la puerta de su miscelánea. En él iban dos oficiales del ejército, los generales Gualberto Amaya y Daniel Sánchez, el asistente chofer y otro soldado. Bajó del coche el soldado, entró en la tienda de abarrotes y dijo al señor Farfán:

—Por orden de mi general Amaya, que salga usted a verlo.
—¿Dónde está?
—En su automóvil, allí a la puerta.
—Pues dígale usted a su general, que hay la misma distancia de su coche a mi mostrador, que de mi mostrador a su automóvil. Y que si quiere hablarme, que venga él aquí, donde estoy a sus órdenes.

El soldado volvió al coche. Furiosos con tal respuesta, Amaya y Sánchez entraron en la tienda, insultando y vociferando contra don José, que los esperaba firme detrás del mostrador.

—Viejo imbécil, tal por cual, ¿qué se ha creído? Ya verá cómo prontito, ¡pero prontito!, quita usted de su aparador todos esos letreros subversivos.

—¿Que quite yo esos letreros que le molestan?.. Ni por pienso. Yo estoy en mi casa y en mi casa no manda sino Dios y después yo. No hay ningún bribón de los de ustedes que pueda obligarme a quitarlos. Si usted está empeñado en ello, quítelos usted mismo y aténgase a las consecuencias.

El cobarde Amaya, ciego de ira, desenfundó su pistola y le disparó un tiro a quemarropa a aquel anciano de sesenta y seis años. Pero sea que lo hiciera sólo para asustarlo, sea que su pulso estaba alterado por la ira, la bala solamente perforó un costado del traje de Farfán. Y sin ver el resultado el indigno militar se volvió rápidamente, abrió el aparador y comenzó rabiosamente a arrancar los letreros que tanto molestaban su mala conciencia.

¿"Porqué se llevan a Don Pepito"?

Entonces, don José sintió que toda su naturaleza se rebelaba. Nunca había conocido el miedo, y ante las depredaciones que el insensato general cometía en su propiedad, se incendió de indignación. Tomó lo que tenía más cerca: un bote de cristal conteniendo chiles en vinagre, se lo lanzó con toda su fuerza al asaltante Amaya. El general Sánchez, que había seguido toda la acción, interpuso la mano para desviar el golpe, y en su brazo se rompió el frasco, hiriéndole en la muñeca. Al ver fluir la sangre, García Farfán se serenó y como tantas veces hiciera, después de un arrebato de furia, le dijo al militar:

—Perdóneme usted, señor... ¡estaba ciego de coraje!

Entonces tomó una botella de alcohol de un anaquel y con el líquido le limpió la herida y con un paño limpio vendó la mano de Sánchez, quien estaba estupefacto por aquella otra reacción tan diversa. Entre tanto, Amaya continuaba destrozando todo lo que encontraba en el aparador. Solamente por estar muy arriba o por no haberlo visto, dejó un letrero bien visible que decía: Dios no muere.

Terminado su acto de vandalismo, Amaya ordenó al soldado que aprehendiera a García Farfán y lo llevara al cuartel de San Francisco. Entre tanto, la multitud se había aglomerado a las puertas de la tienda al oír los gritos y el disparo; y cuando conducido por el soldado apareció don José en la puerta y salían también los dos generales, una pobre vecina ancianita gritó:

—¿Por qué se llevan a don Pepito?... ¡No sean cobardes! ¡no lo vayan a matar porque no ha hecho nada malo!..

Sánchez, para demostrar que en verdad eran cobardes y viles sujetos, cruzó la cara de la pobre señora con un latigazo. Al verse rodeados los dos generales, de infeliz memoria, mostraron sendas pistolas con el fin de salir de allí ilesos. Subieron al coche que les esperaba con el motor en marcha y se alejaron rápidamente. De inmediato se regó la noticia del suceso; se organizaron algunos vecinos y un abogado defensor interpuso un amparo a favor de don José.

La gestión de sus familiares no pudo obtener nada a su favor; su abogado defensor fue amenazado de muerte si proseguía su gestión. Muy de madrugada fue sacado, con el pretexto de llevarlo a una cárcel pública; en el camino, simulando un ataque, le dieron muerte. Al fusilarlo, el jefe del pelotón lo provocó: “¡A ver cómo mueren los católicos!”; “Así”, repuso el anciano caballero, apretó un crucifijo contra el pecho y gritó: “¡Viva Cristo Rey!”.

¿Porqué es importante recordar hoy el ejemplo ofrecido por José García Farfán?

José García Farfán no sólo fue el primer mártir de los años de la epopeya cristera en México, sino que se ha convertido en un modelo actual muy válido de lo que significa defender públicamente la propia fe y los principios más altos, incluso a costa de la propia vida. Esa sangre de mártires es y seguirá siendo semilla de cristianos. Y mientras existan mexicanos fieles a la Iglesia sentirán el amor y veneración a esos santos héroes.

Fuentes: "Madera de Héroes" Semblanza de algunos héroes mexicanos de nuestro tiempo, de Luis Alfonso Orozco y entrevista a Eduardo Vital Torres en "Adelante la fe".

Complementamos este post con el clásico e inmortal vals del oaxaqueño Macedonio Alcalá: Dios nunca muere