La Ciudad de México tiene un santo patrono. No, no es el de las causas imposibles, San Judas Tadeo, aunque esté de moda.
Curiosamente, la casa del beato patrono de la capital se encuentra en el mismo lugar donde los días 28 de cada mes se venera al que fuera primo hermano de Jesús. Su nombre es San Hipólito y está vinculado a uno de los hechos históricos que marcaron el inicio del sincretismo cultural entre españoles e indígenas, y que hoy, en pleno festejo del bicentenario de la Independencia, pasa desapercibido: la caída de la ciudad de México-Tenochtitlan.
Todo comenzó la madrugada del 1 de julio de 1520, cuando tuvo lugar una de las batallas más cruentas entre los ejércitos de Hernán Cortés y los mexicas, quienes al mando de Cuitláhuac defendían la capital de su imperio. Los tenochcas derrotaron a Cortés, quien huyó con sus huestes fuera de los límites de Tenochtitlan, en Popotla, donde según la tradición lloró su fracaso a los pies de un ahuehuete.
En el lugar donde ahora se cruzan la calle Zarco y la avenida Hidalgo, en los límites del Centro Histórico, tlatelolcas y tenochcas salieron al paso de las tropas españolas para impedirles la huida sobre la calzada de Tacuba, que a esa altura había sido cortada formando un canal o foso conocido como Miclantonco. “Muchos pasaron por infinidad de cadáveres, que habían obstruido el foso”, refiere el cronista mexicano Luis González Obregón en Las Calles de México para dar una idea sobre lo cruento de la batalla.
Un año y 12 días después de aquella “Noche Triste”, el 13 de agosto de 1521, Hernán Cortés volvió con un ejército formado en su mayoría por indígenas que vivían bajo el yugo del imperio azteca. El conquistador Bernal Díaz del Castillo narra así en La Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España el momento en que fue hecho preso el emperador Cuauhtémoc, hecho que significó la caída de Tenochtitlan:
Prendióse Guatemuz y sus capitanes en 13 de agosto, a hora de vísperas, días de nuestro señor San Hipólito, año de 1521, gracias a nuestro señor Jesucristo, y a nuestra señora la virgen Santa María, su bendita madre, amén. Llovió y tronó y relampagueó aquella noche, y hasta media noche mucho más que otras veces. Y como se hubo preso Guatemuz quedamos tan sordos todos los soldados, como si de antes estuviera uno puesto encima de un campanario y tañesen muchas campanas, y en aquel instante que las tañían cesasen de las tañer
Díaz del Castillo refiere que poco después de la destrucción de Tenochtitlan se levantó una ermita dedicada a San Hipólito, ya que la consumación de la conquista ocurrió el 13 de agosto, día en que se conmemora a dicho beato, quien fue adoptado como santo patrono de la ciudad; la ermita fue levantada en el mismo lugar donde los aztecas dieron muerte a gran cantidad de españoles que pretendían huir por la calzada de Tacuba, cerca de donde hoy está el Hotel de Cortés. Más tarde, la ermita fue sustituida por una iglesia que comenzó a construirse en 1599 y concluyó a mediados del siglo XVII.
El templo ha sufrido gran cantidad de remodelaciones. En una de las más recientes se incluyó una escultura de San Hipólito, de bulto, que comparte el altar con la imagen más atractiva para los feligreses, la de San Judas Tadeo.
Al ser el patrono de las causas imposibles -abundantes en la segunda ciudad más poblada del mundo- es común que los días 28 de cada mes, y en especial el 28 de octubre, los fieles acudan al templo de San Hipólito para rezar a San Judas, principalmente cuando atraviesan por dificultades económicas o de salud. Así, los “milagros” de San Judas Tadeo, que lo han hecho tan popular, han opacado la fama de San Hipólito como el santo patrono de la Ciudad de México
En consecuencia, la consumación de la conquista de Tenochtitlan es un hecho histórico que, pese a su trascendencia, pasa de largo cuando se conmemoran los sucesos más significativos que dieron forma al México que hoy conocemos; no es común dedicarle actos oficiales, ceremonias o remembranzas.
Poco a poco, el 13 de agosto de 1521 se aleja de la memoria colectiva como una fecha que recuerda el fin de un imperio que, por la fuerza de la espada y la cruz, se convirtió en la cuna del mestizaje que dio vida a lo mexicano. Y eso no es poca cosa.